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sábado, 13 de agosto de 2011

10 LUGARES COMUNES FALSOS DE LA EDUCACIÓN CHILENA Nº 4


10 LUGARES COMUNES FALSOS DE LA EDUCACIÓN CHILENA

Nº 4: “Cuando un colegio selecciona está premiando a los que más se esfuerzan”

Fernando Atria sostiene en esta columna lo injusto que es ofrecer educación de calidad sólo a los alumnos más destacados. Tan injusto como entregársela solo a los alumnos cuyas familias tienen más ingresos. Afirma: “Basta conocer un poco sobre la educación chilena para saber que los rendimientos que alcanza un estudiante dependen, al menos en una medida considerable, de si contó con libros en la casa, si sus padres son profesionales, si le pudieron pagar un colegio donde hubiera buenos profesores, etc. En suma, de consideraciones de clase”. Por ello, dice, seleccionar por mérito académico es “transformar injusticias estructurales en experiencias individuales de frustración y fracaso”.
|Fotografía principal de Alejandro Olivares|
FALSO. Este lugar común cumple la misma función que el anterior, pero atendiendo a un criterio más “legitimado” de exclusión: no el dinero con el que cuenta la familia, sino la capacidad del estudiante. Como en general la idea meritocrática (que cada uno reciba de acuerdo a su mérito) es aceptada hoy, este criterio de exclusión parece justificable. Ahora el gobierno le ha dado legitimación adicional, al centrar parte importante de su agenda educacional (o, en realidad, comunicacional) en esta idea de selección, mediante los llamados liceos “de excelencia”.
Pero la capacidad del estudiante sólo parece un criterio más legítimo que el dinero. Como veremos más adelante, la idea meritocrática exige que la educación sea distribuida igualitariamente. Si la educación es brutalmente desigual, entonces no hay cómo distinguir entre los méritos de alguien y su suerte o falta de ella en cuanto a la cuna en que nació. Sólo si se ofrece educación de calidad para todos podría decirse en el futuro que si a alguien le fue mejor, se debe a sus méritos.
La diferencia, mencionada al principio, entre seleccionar por aptitudes y seleccionar mediante el cobro de una suma de dinero, es puramente superficial. En realidad ambos criterios son, en términos generales, caras del mismo fenómeno. Basta ver cualquier indicador de resultados para observar que (en términos agregados, no individuales, pues siempre habrá casos que se escapan a la norma) hay una estrecha correlación entre desempeño académico y clase social. En ese sentido tanto la selección de los alumnos como el financiamiento privado de la educación deben ser excluidos, por la razón que hemos discutido en el segundo lugar común: se trata de garantizar libertad para todos, no sólo para los afortunados.
En la discusión pública este cuarto lugar común es frecuentemente usado pues se apoya en una idea introducida por los economistas que hoy es dominante: la de los “incentivos”. Se trata de premiar el esfuerzo de los que tienen éxito, como una manera de incentivar a los estudiantes a ser trabajadores y esforzados. Y entonces, para hacer referencia a los liceos “Bicentenario”, en séptimo básico (es decir, a los 11 o 12 años), se medirá a los estudiantes para seleccionarlos premiando el esfuerzo desplegado en los años anteriores (es decir, digamos, cuando tenían 9 o 10 años). Pero dirigir a los niños incentivos racionales y hacerlos pagar el precio de no responder adecuadamente a ellos es una manera vergonzosa de tratarlos.
Pero no sólo es vergonzosa en tanto intenta enseñar a niños de 9 años a ser buenos agentes de mercado. Es además brutal. La idea de los incentivos depende de la posibilidad de que aquellos a quienes se dirigen cambien su conducta de modo de obtener el premio. Supone, entonces, que el premio está disponible para él, y que todo lo que debe hacer es comportarse de la manera adecuada (en este caso, esforzarse y estudiar). La implicación necesaria es que aquel que tuvo éxito se lo ganó y si alguien no tuvo éxito, fue por su culpa. Sin embargo, basta conocer un poco sobre la educación chilena para saber que los rendimientos que alcanza un estudiante dependen, al menos en una medida considerable, de cosas que no están bajo su control. Buena parte del rendimiento depende de si contó con libros en la casa, si sus padres son profesionales, si le pudieron pagar un colegio donde hubiera buenos profesores, etc. En suma, de consideraciones de clase. Es hoy insensato pretender que estas cuestiones no tienen impacto en los resultados académicos de los niños. Pero la selección por resultados académicos se basa en que el resultado exitoso es mérito del estudiante exitoso, con la consecuencia correlativa de que el fracaso es culpa del que fracasó, porque no se esforzó (= es flojo) o, esforzándose, sus resultados fueron deficitarios (= es tonto). Pero como los resultados dependen al menos en parte considerable de cuestiones sobre las cuales el niño o joven no tiene control, transmitirles a quienes no “triunfaron” el mensaje de que fue por su tontera o flojera, es brutal y perverso. Es transformar injusticias estructurales en experiencias individuales de frustración y fracaso. No sólo quedarán pateando piedras mientras otros tienen laureles y futuro, para decirlo en el lenguaje de Los Prisioneros, sino que habremos hecho lo posible para convencerlos que no hay injusticia en eso, que merecen llevar una vida de patear piedras.
Pero en adición a las dos obvias observaciones anteriores hay otra, más profunda, que se relaciona con el sentido de la infancia y la juventud como un período de aprendizaje y preparación para la vida adulta. De lo que se trata es que niños y jóvenes aprendan a elegir lo que es bueno para ellos, que aprendan a hacerse dueños de sus vidas. ¿Y cómo se aprende a elegir? La respuesta obvia es: eligiendo. Pero eso quiere decir que las elecciones que uno haga mientras está aprendiendo a elegir no serán las mejores. Por eso los niños y jóvenes son irresponsables, es decir, no cargan con (= no responden de) los costos de sus decisiones, al menos no cargan con costos demasiado altos. Decir de alguien que “no tuvo infancia” es lamentarse de que haya debido asumir responsabilidades antes de tiempo. Y esto no es una pura reflexión “teórica”, es derecho positivo vigente. En efecto, el Código Civil dispone que antes de los 18 años una persona no puede celebrar un contrato, salvo en casos excepcionales. La razón es que antes de esa edad lo que probablemente uno haga si contrata es contratar mal, es decir, elegir mal. La ley lo libera a uno de las obligaciones contraídas en esas condiciones para que uno pueda elegir sin sufrir las consecuencias.
Todo el discurso del mérito en educación, aplicado a niños o jóvenes, implica hacer que ellos sufran de por vida las consecuencias de no haber elegido bien cuando después de todo no podían haber elegido bien, porque estaban aprendiendo a elegir. Esto es inclemente e inconsistente: si la ley protege al patrimonio del menor hasta los 18 años, y lo protege incluso de sus propias malas decisiones, ¿por qué no ha de proteger al joven de sus malas elecciones (jugar al fútbol en vez de estudiar), para que de ese modo pueda elegir sin pagar las consecuencias, y así aprender a elegir?

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