El discurso en la política parece reflejar esa vieja fórmula rawlsiana del “velo de la ignorancia”, en torno a no visualizar los conflictos para no ponerlos en la agenda de los medios informativos, y éstos a su vez en la opinión pública.
Tienes un “arte factum” capaz de transitar por la calle, por la toma, por la sala, tienes un “arte factum” capaz de grabar que una intendenta engañó al Gobierno.
El “todo funciona con normalidad” es una frase intolerable, termina siendo un pobre constructo dirigido a ciudadanos de la década de los ochenta con problemas de señal radiofónica, quienes, afrontados a un encierro programado, se refugiaban en la caja sonora en pos de escuchar lo que el progreso era capaz de transmitirles, como señal de un volcán originario interpretado por los sabios de la tribu. El problema es que los sabios fueron reprimidos o idiotizados y las tribus se volvieron familias “bien constituidas” o “mono parentales”.
¿Hasta dónde las teorías del discurso o la psicopolítica terminan su proceso? ¿Es políticamente correcto no reconocer para arremeter? ¿Estrategias políticas hacia qué, hacia dónde?
De qué sirvió el sistema implementado por Ena Von Baer para el monitoreo de las redes sociales, si no fue posible dar cuenta de que el ser humano ya no es unidimensional. La unidimensionalidad fue superada por la multidimensionalidad, como expresión de la existencia, en que 140 caracteres te sitúan tanto en la localidad rural como en el espacio global. Un hombre asume toda forma de ser a través del acto sublime de decir (escribir), paradigma que se confronta con la vieja forma de “no opinar por miedo a los milicos” que tanto escuché en la infancia.
La opción mediática del Gobierno tiene en la vereda del frente a 100 mil twitteros, otros menos con smartphones transmitiendo vía streaming en vivo y en directo mientras el Presidente habla de “inmensas mayorías”. La autoinformación termina siendo un fenómeno radicalmente espeluznante, pues rompe el principio de no contradicción aristotélico, en que los informadores no eran informados y los informados no pueden ser al mismo tiempo informadores.
La realidad se trans–forma, se in-forma, se des-uni-formaliza en las manos de lo que los canales bautizaron como “reporteros en acción” o “aportes ciudadanos”. Tienes un “arte factum” capaz de transitar por la calle, por la toma, por la sala, tienes un “arte factum” capaz de grabar que una intendenta engañó al Gobierno… Un vouyerismo en la protesta, una denuncia de represión, una grabación de flashmob masivo y llegando al verano, los noticiarios comprarán perros que hablan, washiturros, cuicos en Reñaca sin saber qué hacer con el alcohol, algún ovni borracho o alguna pareja interestelar en la playa.
Se da un proceso de autoinformación por canales no formales, vía redes sociales, en que la opinión de mi contacto es más válida que el relato semionmipotente del conductor del noticiario central en las décadas pasadas. El cliché es más fuerte que yo en estos momentos: un quinto poder.
Autoinformación, en que como sujeto, vivo, experimento, busco y construyo información, paralela de los medios tradicionales, por una necesidad simple… saber.
Los hombres tienden al saber por naturaleza, rezó uno de los grandes responsables de occidente, y creo no terminó con su oración, en donde la pugna por exponer los espacios de discusión se entrelazan por la plataforma virtual que se tienen a disposición.
La transformación de los contextos en los cuales interpretamos nuestra realidad ha sido brutal en un par de lustros, y en la raigambre de un ser y tiempo, el tiempo se acorta y se amplía en la virtualidad, donde lo pasado está allí, hasta que el servidor lo elimina… Pero el pasado ya no es más aquello que evocamos, sino que descargamos en respaldos haciéndolo actual. De este prisma, la nada en cierto modo “es” más que nunca, y la ciudadanía se retrotrae a las páginas digitalizadas de la (horriblemente) llamada revolución pingüina, para traerla, situarla, hacerla vivir y no cometer el mismo error de sentarse a una mesa “sin garantías”.
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