En momentos en que se dejaba atrás el autoritario orden portaliano de la república, la clase política dirigente de la época creyó que la discusión política deliberativa había sido erradicada del espacio público, como bien lo testimonia una declaración aparecida en un diario de aquella época: “En Chile [...] no hay voluntad nacional que expresar, porque no hay partidos en pugna, ni cuestiones vitales que dividan a la sociedad” (El progreso, 10 junio 1844)[1]. En este contexto es creada la Universidad de Chile y la Escuela Normalista de preceptores, como espacios acotados y exclusivos para el debate académico sobre el orden social pero ya exorcizado de lo político, dentro de un marcado giro positivista. Todo lo anterior descansa en una profunda desconfianza de la naturaleza humana, por lo cual siempre es necesario la educación formal de las masas populares, dirigidas por una elite social criolla, para alcanzar el anhelado progreso y desarrollo.
Bien podría ser trasladado todo lo anterior al escenario social actual, sobre el debate de la educación pública y sus repercusiones sobre el tipo de sociedad que se quiere construir, sin perder vigencia. Y es que si algo se debe sacar en limpio de la historia política del siglo XIX es el transversal miedo de la clase política dirigente al cambio social, identificado comúnmente como el caos y anarquía, y que constantemente se actualizaba a través de la prensa de la época, tal como hoy ocurre periódicamente a través de los medios y sus crónicas policiales, tanto por los gobiernos concertacionistas como por la alianza.
Donde particularmente más se han dejado sentir, los efectos de ese miedo patológico a todo cuestionamiento del orden establecido, entendido éste como estado de derecho, es en las comunidades mapuche que se han alzado contra el orden neoliberal-colonial imperante y sus constantes abusos. Ahí han actuado con igual severidad tanto conservadores como liberales progresistas (alianza y concertación), pues ambos comparten el ideal nacional-republicano decimonónico y la herencia antidemocrática portaliana y pinochetista posterior. Desconocer estos antecedentes históricos, conllevaría una correspondiente pérdida de perspectiva del momento actual y del necesario distanciamiento de los propios procesos de transformación interna de la sociedad mapuche, tanto al interior de las comunidades como fuera de ellas respecto de la sociedad chilena.
No se trata de proponer una inconmensurabilidad entre lo mapuche y lo chileno-occidental, (visión cercana a algunos fundamentalismos cultural-políticos mapuche), pero tampoco abrazar acríticamente la vía asimilacionista institucional tutelada, como único canal válido de expresión y desarrollo del pensamiento político mapuche. Antes bien —y aquí concordamos con la respuesta a nuestra anterior declaración pública— se hace necesario el debate público propio sobre lo que queremos ser como pueblo-nación, la creación de nuestro propio espacio público de debate, la difusión de nuestra historia (sobre todo la más reciente) y el lugar de la siempre necesaria movilización y denuncia de la constante e histórica represión policial-militar a nuestras comunidades y la violencia económica y simbólica que diariamente sufre nuestro pueblo.
Respecto a la asimilación que pesaría sobre nuestro pueblo y de la cual, —según la lógica planteada por algunos— prueba fehaciente sería la forma[2] y medio de expresión del debate que aquí nos ocupa, tiene a mi parecer ciertas implicancias políticas no deseables a la hora de querer defender propuestas autonomistas. Sin ánimo de juzgar semejantes posturas, pues ello nos perdería en el debate; decir que estamos mayormente asimilados, tan sueltos de cuerpo para luego, acto seguido, defender posturas autonomistas, da pie, por el contrario, para que aquellos (chilenos) que creen que somos una sola nación y un solo estado, reafirmen sus posturas republicanas que tanto daño han hecho a nuestra gente. Hablar de asimilación es lo mismo que hablar de aculturación, es dar la razón a rancias creencias que sueñan con una integración perfecta (dilución, desaparición, etc.) de nuestro pueblo en el seno de la nación chilena pero que en la práctica significan y significaron la anexión de nuestro territorio, el exterminio de gran parte de nuestra gente, y la negación de nuestra cultura y nuestra historia. Ello ha sido particularmente patente en todas las demandas políticas y sociales de la historia reciente, donde las demandas mapuche, sean del talante que sean, siempre han sido subordinadas y relegadas (en el mejor de los casos, colorida comparsa) al final de una larga fila de demandas históricas de la sociedad chilena al estado, y hoy las demandas mapuche en torno a la educación (política de hogares, universidad intercultural, becas indígenas, etc.) siguen manteniendo esa lógica, como bien lo saben y les ha tocado vivir a los dirigentes de la FEMAE.
No se trata entonces, de menospreciar ni restar importancia al movimiento —a estas alturas, social— estudiantil que busca trasformaciones profundas no sólo en educación, sino de la sociedad chilena en su conjunto (y que tanta falta le hace). Sociedad donde, supuestamente, estaríamos integrados/asimilados, pero cuyo lugar asignado no es explicitado (?), o más bien este aflora con toda crudeza cuando estas demandas son políticas o cuando cierto sector tradicional chileno de izquierda (PC) siente invadido su espacio y bastión político tradicional: Confech. Se trata más bien, entonces, de aprender ciertas lecciones de una historia que, nos guste o no, nos ha tocado compartir; se trata de no hacer nuestros los discursos del terror y la histeria propios de la clase política chilena en su conjunto; se trata de no estigmatizar a nuestra propia gente como violentistas sólo por defender dignamente lo poco y nada que les va quedando y menos aún tener la desfachatez de culparlos por el estado actual de las relaciones (zanahoria y garrote) entre la autoridad colonial chilena y nuestra gente —pesar que pareciera sentirse más en algunas organizaciones que en otras, toda vez que hay involucrada repartija de prebendas .
Nuestras reiteradas negativas a participar de toda iniciativa gubernamental que involucre tanto a hogares universitarios mapuche como a los estudiantes mapuche en general, se fundamenta en el antecedente histórico de un reiterado obrar interesado y de mala fe de todos los gobiernos a la fecha, los cuales sólo buscan legitimarse a través de dichos actos públicos, de ahí el marcado cuidado en las formas y el ceremonial de todas estas “escenificaciones”, lo cual es a nuestro juicio, pontificar el asistencialismo. No estamos proponiendo con ello una postura normativa en las relaciones con el estado, sino simplemente exponiendo nuestra propia posición, de ahí que nunca hemos buscado arrojarnos representatividad alguna de un sector en particular. Por otro lado, quienes opten por la vía institucional del dialogo con el gobierno y algunos sectores de la sociedad chilena están en todo su derecho: sentarse a conversar con el gobierno, solos o junto a otras organizaciones, no es perse validar el asistencialismo, pero participar de verdaderas escenificaciones públicas; más aún, utilizando los mismos discursos estigmatizadores chilenos, sí.
Pero uds., dirán que, con quién otro sino con el gobierno, es necesario sentarse a conversar sobre los problemas que aquejan a nuestro pueblo; incluso más, con que otras organizaciones y en qué condiciones debemos trabajar, en vistas a mejorar las condiciones de nuestra gente. Está bien, comprendemos dicho razonamiento, sin embargo, ello no da pie para sentarse (correr!!) toda vez que el gobierno llame y, —disculpando lo majadero— repetir el discurso anti “violentista” dentro de una lógica de mapuches buenos y malos. En este punto, es sorprendente lo fácil que se ha extendido este tipo de discursos entre algunos dirigentes mapuche estudiantiles, ante lo cual nos preguntamos si ésta realmente nace de una verdadera reflexión o sólo es simple repetición.
Respecto al segundo punto, éste es bastante más complicado pues si bien el proceso de desprendimiento de antiguos tutelajes políticos e ideológicos hace mucho que comenzó, no sabemos qué tan acabado está. Además, sería demasiado simple querer ver en ésta suerte de contaminación de nuestras antiguas organizaciones, el origen de nuestras diferencias y desconfianzas, cuando lo más probable es que semejante planteamiento no soportaría análisis histórico alguno. Por otra parte, dicho planteamiento estaría más cercano a las visiones folclóricas derechistas, que creen ver en todo reclamo nuestro, la oscura influencia de actores políticos ajenos (léase izquierda y extranjeros sediciosos), negando de paso toda capacidad organizativa propia.
Concordemos entonces que no hay una sola forma de relacionarse con el estado y que las formas que vayan surgiendo obedecen en parte a procesos históricos y también coyunturales más inmediatos, concordemos también que si bien muchos plantean la necesaria creación de una fuerza política previa como requisito para negociar frente/dentro al estado, en vista a una mejor correlación de fuerzas, no ha habido claridad alguna respecto a que se entiende por lo “político”: si una visión más bien tradicional formal o una más amplia, inclusiva y no estigmatizadora.
Para terminar, retomemos la propuesta planteada anteriormente en este espacio, sobre la idea de discutir públicamente éstas y otras cosas más concernientes a nuestro pueblo y su futuro, —pero ya despojadas de críticas personales que tanto abundan en nuestras organizaciones— y asumir con todas las complejidades que implica, que nuestro pueblo se ha transformado profundamente en sus hábitos y costumbres[3], que mayormente no ha tenido control alguno sobre los procesos de transformación operados — fundamentalmente desde la anexión y ocupación de fines del siglo XIX de todo el territorio mapuche, pero que ellos no son garantía de nada, ni de asimilación ni de independencia, sino el sustrato necesario desde donde debe partir toda reflexión sobre el devenir de nuestro pueblo-nación.
Desde donde comienza el Wallmapu
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[1] Una aproximación a la cultura política de la elite chilena: concepto y valoración del orden social (1830-1860). Ana María Stuven (1997).
[2] Según el criterio aplicado, más o menos asimilado: expresarse en español, por escrito, por internet, razonando lógica o dialécticamente, usar papel, computador y así, un largo y absurdo etc.
[3] Diversas autoproclamadas luminarias de las ciencias sociales chilenas (Villalobos, Saavedra, Guevara, etc) han creído ver en ellas la confirmación irrefutable de nuestra desaparición actual o en ciernes, cuando en realidad sólo han descrito la inevitable transformación de todo pueblo y sociedad. En este sentido podemos afirmar que los árboles no les han dejado ver el bosque.
https://pegundugun.wordpress.com/2011/10/20/las-movilizaciones-estudiantiles-y-las-demandas-mapuche-en-torno-a-la-educacion/
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